Paseaba un día, como tantas veces, con Joaquín Romero por los jardines del Alcázar. La ronda se hacía en dos atenciones superpuestas, la conversación sobre lo que fuera y la vigilancia que el interrumpía al encuentro con algún guarda que recibía instrucciones o daba novedades al escrupuloso y celosísimo conservador que no perdía una. Ibamos esta vez por un camino flanqueado por dos altos setos de aligustre y a su extremo metido por el parterre se divisaba un jardinero en su tarea.
Verás este¡ me comentó Joaquín al aproximarnos. Lleva toda la semana ahí metido y saludándole le preguntó: Que hay Fulano? Como va eso?.. – Pues mire usted don Joaquín; que no cuadra; le echo la cuerda y por esta esquina se me sale. No está a centro. Abierto el compás de las piernas trabajaba nuestro amigo en un rinconcillo de arriate en forma de escuadra centrado por una palmera enana, alrededor de la cual trazaba sus dibujos que tan insatisfecho y preocupado le tenían.
Bueno, terció Joaquín. Si no queda completamente centrado, que le vamos a hacer¡, al fin y al cabo ese rincón se ve poco: Déjelo así. Nadie lo verá.
No don Joaquín, que me he subido allí arriba y sí se ve, aseguró señalando un balcón lejano del edificio, único punto de observación que sobresalía solitario del contorno vegetal.
No pudo Joaquín oponerse a aquel argumento. Sabía de sobre que todo aquel paraíso estaba logrado así, a fuerza de tiempo generosamente derrochado, pero vivido en gozosamente de forma paradisíaca.